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La Vida En La Familia Grande

El pequeño núcleo familiar no debería aislarse de la familia ampliada, donde están los padres, los tíos, los primos, e incluso los vecinos.

 

En esa familia grande puede haber algunos necesitados de ayuda, o al menos de compañía y de gestos de afecto, o puede haber grandes sufrimientos que necesitan un consuelo[208].

El individualismo de estos tiempos a veces lleva a encerrarse en un pequeño nido de seguridad y a sentir a los otros como un peligro molesto.

Sin embargo, ese aislamiento no brinda más paz y felicidad, sino que cierra el corazón de la familia y la priva de la amplitud de la existencia.

 

Ser hijos


En primer lugar, hablemos de los propios padres. Jesús recordaba a los fariseos que el abandono de los padres está en contra de la Ley de Dios (cf. Mc 7,8-13). A nadie le hace bien perder la conciencia de ser hijo. En cada persona, «incluso cuando se llega a la edad de adulto o anciano, también si se convierte en padre, si ocupa un sitio de responsabilidad, por debajo de todo esto permanece la identidad de hijo. Todos somos hijos. Y esto nos reconduce siempre al hecho de que la vida no nos la hemos dado nosotros mismos sino que la hemos recibido. El gran don de la vida es el primer regalo que nos ha sido dado»[209].


Por eso, «el cuarto mandamiento pide a los hijos [...] que honren al padre y a la madre (cf. Ex 20,12). Este mandamiento viene inmediatamente después de los que se refieren a Dios mismo. En efecto, encierra algo sagrado, algo divino, algo que está en la raíz de cualquier otro tipo de respeto entre los hombres. Y en la formulación bíblica del cuarto mandamiento se añade: “para que se prolonguen tus días en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar”. El vínculo virtuoso entre las generaciones es garantía de futuro, y es garantía de una historia verdaderamente humana. Una sociedad de hijos que no honran a sus padres es una sociedad sin honor [...] Es una sociedad destinada a poblarse de jóvenes desapacibles y ávidos»[210].


Pero la moneda tiene otra cara: «Abandonará el hombre a su padre y a su madre» (Gn 2,24), dice la Palabra de Dios. Esto a veces no se cumple, y el matrimonio no termina de asumirse porque no se ha hecho esa renuncia y esa entrega. Los padres no deben ser abandonados ni descuidados, pero para unirse en matrimonio hay que dejarlos, de manera que el nuevo hogar sea la morada, la protección, la plataforma y el proyecto, y sea posible convertirse de verdad en «una sola carne» (ibíd.). En algunos matrimonios ocurre que se ocultan muchas cosas al propio cónyuge que, en cambio se hablan con los propios padres, hasta el punto que importan más las opiniones de los padres que los sentimientos y las opiniones del cónyuge. No es fácil sostener esta situación por mucho tiempo, y sólo cabe de manera provisoria, mientras se crean las condiciones para crecer en la confianza y en la comunicación. El matrimonio desafía a encontrar una nueva manera de ser hijos.

 

 

 

(Tomado de la Exhortación Apostólica sobre el Amor en la Familia)

 

 
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